El sábado por la mañana
desperté sabiendo que sería un gran día, hacía tiempo que venía esperando por
él y finalmente había llegado. Un festival de música en el Parque de
la Exposición se me ocurrió como una gran idea desde el primer momento en el que escuché
de él. Aprovechar uno de los últimos días del verano, en un lugar precioso,
repleto de historias que contar y otras tantas aún por descubrir sería ideal.
Muchos de los que nos consideramos ciudadanos de ésta gran urbe, bien amada y
en otros casos vilipendiada por los más variopintos autores, nos concentramos
en un pequeño fragmento de su geografía
dejando en el
olvido esos espacios que en realidad poco pueden envidiar a otros de distintas
latitudes hechos de fama por el sincero amor de sus propios ciudadanos. La
historia del Perú es así, nos desplazamos entre el amor y el odio, rechazamos
nuestros centros históricos y luego cuando el mundo pone sus ojos sobre ellos
comenzamos a reconocer sus bondades, pero en fin, ésa es otra historia.
Luego un refrescante
paseo por las sinuosas laderas del Malecón Miraflorino, un lugar que cada vez
luce más hermoso y que cada día es aprovechado por más gente gracias a los
esfuerzos desplegados por sus distintos alcaldes para mejorar su aspecto.
Increíble pensar que antes del Sr. Alberto Andrade (no confundir con su
escurridizo hermano) no hubiese nadie que apostara por mejorar tan preciosa fisonomía, pero es así. Lima le daba la espalda al mar como si se cerrase a ver el
horizonte, característica que resalta el ensimismamiento de la sociedad que la gobierna pero que gracias al desarrollo va perdiendo
fuerza.
Mi desayuno ideal del
sábado por la mañana se ha convertido en tomar algún que otro bocadillo
acompañado de un delicioso café orgánico en los puestos de la bío-feria del
Parque Reducto. No quiero sonar a caviar cómo podrían pensar algunos, ni mis
medios ni mi actitud tallar dentro de sus características, pero es lo que la
vida me presenta y tonto el que no lo aprovecha. Allí se concentra una nueva
Lima (de las tantas que vienen emergiendo) cada fin de semana. Una Lima
compuesta de expatriados enamorados de nuestras tierras, limeños que gustan de
la sana alimentación, jóvenes y experimentados de toda edad que salen a
disfrutar de un poco de cháchara, yoga o música. Sentarse al sol disfrutando de
la compañía de buenos amigos, ver familias pasear con los pequeños haciendo de
las suyas, hermosos ejemplares de nuestra raza humana sonriendo y coqueteando
unos con otros es un deleite del cual debemos de estar agradecidos. El simple
hecho de poder compartir en paz no tiene precio ni comparación y es por ello
que debemos de cuidar la delgada línea que nos llevara a tiempos de violencia y
terrorismo no hace tanto tiempo.
Ya por la tarde la
expectativa crecía, el evento se pintaba como un momento único. Los festivales
suelen dar color a las ciudades en otras partes del mundo, históricos como
Glastonbury, Wacken o Sitges, entre otros que congregan a miles de personas de
todas partes y no veo porque en ésta nueva Lima no se podría dar algo parecido.
El Festival de los Siete Mares en su primera edición sería una gran oportunidad
de demostrarnos a nosotros mismos que podemos estar a la altura de cualquier
ciudad del mundo, quizás no aún con la misma magnitud pero por algo se tiene
que empezar. Entre los músicos congregados figuraban los más populares del
circuito nacional, no solo por el alcance que han logrado sino también por la
calidad de su música y por lo arriesgado de su propuesta la cual concretiza el
momento en el que vivimos, la mezcla de nuestras culturas es el pináculo de la
nueva patria que construimos. Sabor y Control, Bareto y La Sarita harían estallar a
más de uno con sus ritmos electrizantemente contagiosos, sin descontar al
resto. Entre ellos la presencia de dos internacionales invitados, Totó La Mamposina, de la cual
estoy seguro muchos de los asistentes ni conocían pero quedarían prendados al
verla tan desenvuelta y cercana en el escenario. Para cerrar con broche de oro
el revoltoso, apasionado y genio del mensaje subliminal (como también famoso
por carecer de pelos en la lengua) sería Manu Chao.
Un festival en favor del
agua, como su propio nombre lo dice, no podía carecer de un matiz político pero
lamentablemente el discurso no estuvo a la altura de la música. Más bien tomaba
ciertas reminiscencias de aquella época anterior a la cual se llamaba a una
revolución, una revolución justa pero conducida de forma equivocada y con una
verborrea apta para una población llana y sin ideas. La improvisación en éstos
casos podrá ser atrayente hacia aquellas personas que necesitan destacar por el
simple hecho de la adhesión a una causa pero muchos otros lo único que podemos
sentir es desprecio. Desprecio porque nos sentimos menospreciados, porque lo
que se comunica no tiene contenido y nuestros oídos, ojos, corazones y mentes
necesitan más que el simple “Si a al agua, no al oro” o cualquiera que sea el
motivo del momento. Si queremos seguir en éste cambio positivo tenemos que
seguir haciéndolo con mensajes claros, con ideas estudiadas y propuestas de
solución y no tan solo de controversia.
La noche fue
absolutamente mágica, cómo era de esperarse e incluso el festejado hizo esporádicas
apariciones dejándose distinguir en pequeñas dotes que refrescaban a la afluencia
exaltada. En fin, un precioso día a mediados de marzo, nuevas ideas y formas de
vivir que espero se sigan contagiando y convirtiendo a Lima en la otrora Ciudad
de los Reyes, una ciudad verdaderamente para todos.
Manu Chau en el Festival de los Siete Mares